Cada uno en
su luz,
en su
restricto o voluminoso
modo de ser.
El amor, y
solo el amor, edifica
paredes
dobles, vigas maestras, tragaluces,
conductos y
puertas, sumando
a la luz
íntima el sol externo.
Cuando hay
amor, los objetos
se tornan
suaves. No hay asperezas
en sus
formas y frases.
Como un
gato, el cuerpo
pasea entre
aristas y no se hiere.
Nada le es
hostil.
Nada es
obstáculo.
Nada está
perdido
en el trajín
de la casa.
Es como si
el cuerpo, más allá de frutas y flores,
aún inmóvil,
creara alas.
De ahí
cierta displicencia de los objetos
en la mesa
en el estante
en el piso
como cuerpos
tendidos en los tapetes
o en la cama,
pues es ésta
la forma de permanecer
cuando se
ama.
Lo que no
sea así, no es amor.
Es orden
exterior a las cosas.
Pues cuando
amamos, los objetos nos miran
sin envidia.
Por el contrario, secretas glorias
afloran de
sus formas
como del
cuerpo afloran los labios
y en la
poltrona el pelo de su fauna aflora.
Las casas
tienen raíces
cuando hay
amor.
Aun ratones,
cucarachas y caballos,
amén de
plantas y pájaros
emiten
vibraciones en los subterráneos
de la casa
de quien ama.
El cuerpo
rezuma aromas luego del baño,
almizcle
fluye de los sexos, lavanda
baña los
gestos. Enrollados en sus toallas
los cuerpos
como olas
se deshacen
en orgasmos en la sábana de la tarde.
Los objetos
entienden a los hombres, cuando hay amor.
Van a las
fiestas y a las guerras, y si acaso
se suicidan
cayendo de los anaqueles
son capaces
de ostentar su vida
aun como naturalezas
muertas.
El amor no
somete, el amor arraiga
cada cosa en
su lugar y, como el Sol,
pasea
iluminando las espirales de oro y plata
que adornan
nuestros cuerpos.
No hay
límite entre la casa y el mundo, cuando hay amor.
Los amantes
invaden todo a toda hora
y el paisaje
del mundo al paisaje de la casa
se
incorpora.
Traducción de John Casanova
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