No es que la luz sea santa, sino que lo santo es la luz:
Solamente viendo, siendo, conocemos,
extasiados, sin aliento, arrobamiento del corazón.
Ni el microscopio ni el telescopio pueden descubrir
lo inmensurable: no en lo visto sino en el que ve
epifanía de lo rutinario.
Un jacinto en un vaso era, sobre mi mesa de trabajo,
ante mis ojos se abrió allende la belleza el flujo vivo, puro de la luz.
“Soy yo,” supe entonces, “yo soy esa flor, esa luz soy yo,
el que ve y lo visto a un tiempo.”
Lejos en el pasado, mas para siempre; pues nadie puede des-conocer
el Paraíso nativo en cada brizna de hierba,
guijarro, y partícula de polvo, inmaculado.
“Así ha sido y será siempre,” supe entonces,
ni la inmundicia, ni la violencia, ni nuestra propia ignorancia
pueden profanar ese manantial sagrado:
¿Por qué iba yo, una entre la muchedumbre innúmera de la luz,
a temer en mi desaparición ser lo que por siempre es?
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