Una vez más, Señor, me condenas perdiéndome
las gafas; una vez más me pones en trance
de maldición y pecado. Por favor, devuélvemelas.
No es, Señor, que me las pierdas, es que me las escondes
y me dejas sin ver. Es que nos quieres ciegos? Que no veamos
el horror que nos rodea, tantas cosas terribles
como hay que ver cada día? Es una muestra de tu misericordia
dejarnos sin ver? Por qué no te llevas
la mirada, esa ave? De todo nos priva nuestra
desesperación de ciegos, hasta de ese olor
del jazmín vespertino, de la escapada de puntillas
de la tarde, de aquellos que tú bien sabes
su nombre, porque tú eres su invención,
tú le pusiste nombre, amor,
y aquí ando las veinticuatro horas del morir de cada día
sin ver, hasta donde lleguen los hastas,
hasta que un toque en el hombro y una voz diga:
«No busques más lo que tienes delante».
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