A cada hombre le tendríamos que hablar en una lengua distinta,
a cada amigo le tendríamos que hablar con una voz distinta
para que nos pudiese comprender,
pero la lengua personal es tan fiel a sí misma,
tan incomunicable
que las palabras son como ataúdes
y sólo llevan de hombre a hombre
su andamio agonizante,
su remanente de silencio
y su estertor,
como aquella mañana
en que al sentarme en el autobús
vi a mi lado a una antigua moneda romana,
una medalla
o una lápida
que hablaba masticando las palabras:
era una campesina ya embebida
por la intemperie de la noche a tientas
y de la vida a ciegas,
que me miraba con un poco de luto en las pupilas
como queriéndome abrigar,
y yo no supe contestarle,
y yo callaba junto a ella
porque mi lengua personal es inventada
literaria y enfática,
y como no me sirve para hablar con un obrero o con un niño,
y como no me puede dar la absolución,
a veces tengo que ocultarla como se oculta el dinero en la cartera,
a veces tengo que callar,
como hice entonces,
sintiendo de repente
la incomunicación
igual que el aletazo de un murciélago
con su golpe de trapo,
y su asco parcelado sobre el rostro
donde el labio que calla va convirtiéndose en cicatriz.
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